sábado, 18 de agosto de 2007

Me llamo Niebla

Libro de cuentos que apareció en 1.946. Son treinta y tres relatos acerca del diario vivir que sirven hoy para pintar una época.

3 comentarios:

Soledad dijo...

queria mandarle un saludo a los chicos de cuarto año nocturno del bachillerato de la esc tecnica.... y quiero agregar en este sitio el cuento "Dos finales":
Una mujer inteligente no debe casarse enamorada. El amor ciego es para las tontas, y usted no lo es. Resérvese par un hombre que le convenga realmente.
(Así le aconsejó aquel amigo ya maduro. Ella no lo oyó)
-Tiene tu misma edad; de aquí a diez años tú serás vieja y él un muchacho. Cuando una mujer es “viva” y quiere disfrutar de la existencia se casa con un hombre mucho mayor que ella. De esos casamientos quien saca la peor parte es el marido, pero como el hombre tiene la pretensión de estar siempre “bien” no se resigna a rechazar a la candidata.
(Eso le dijo una amiga casada. Alcira se encogió de hombros. Ella era joven y sería joven siempre con su juventud espiritual, que era inmensa; se renovaría a diario y llenaría sus labios de canciones de primavera y brillarían sus ojos húmedos de ternura. ¿Ella envejecer?)
-¿Está usted segura de que la aman? Él es rubio de ojos azules, esbelto, de cabellos rizados, tal como usted, rubia también, de ojos claros…No puede haber afinidad si no hay contraste físico; él deberá amar a una morena. Es fatal.
-No tema-protestaba la pobre enamorada-.Son teorías…Y en el caso de ser así, Horacio y yo seremos la excepción. Los dos somos rubios y nos amaremos.-Y reía, reía con la dicha de su amor. Como el médico-que era quien hablaba-permaneciera serio, Alcira agregó:
-Por lo demás, me basta con quererlo yo, así como lo quiero…
Y contra todas las opiniones, contra todas las teorías, contra todos los consejos, Alcira se casó con Horacio.
Fueron los primeros tiempos de tranquilidad, de paz, de ternura. El amor de Alcira era tan grande que lo cubría todo, que no dejaba ni el más leve intersticio para sombras.
Llenaba la casa con el júbilo de su corazón, perfumaba el ambiente con el entusiasmo de su alma, ponía en todas las horas el velo de su ensueño azul.
Él se dejaba querer. No tenía nada más que hacer. ¡Nada más!
Y fue por demasiado amor que perdió a su marido…
Porque todo lo excesivo, hasta en amor, es malo.

**************

Lo cuidaba, lo mimaba, lo adoraba como un dios. Para que él resaltara se hacía insignificante.
Mala táctica de una mujer enamorada. Hay que elevarse, agrandarse, darse el verdadero lugar y obligar al hombre que se eleve y se agrande a su vez.
¿Qué sabía ella de eso? ¿Qué sabía ella que el hombre sólo aprecia aquello que los demás valoran y que sólo da importancia a las mujeres codiciadas por los otros?
¿Qué sabía ella de estimular el amor de su marido con un poquito de celos?
Por el contrario, solía hablarle en estos términos:
-Mira qué ojos más hermosos tiene Horacio…Qué dientes más blancos… ¿Y el cutis? ¡Comparado con el mío! Parezco cinco años mayor.
-No…-protestaban débilmente las amigas.
-¡Sí! ¡Si yo lo veo bien! A mí no me disgusta, tengo un lindo muchacho.
Más tarde fueron las amigas mismas que iniciaban el elogio:
-¡Pero qué buen mozo está tu marido!
Y se lo decían a él, mirándolo en los ojos.
-¿Sí?-repetía Alcira gozosa.
-Tienes que cuidarlo, te lo van a robar-añadían todas, una a una, sonrientes.
Y Alcira:
-No tengo miedo. Horacio no es como todos los hombres.
Su amor lo divinizaba. Le parecía imposible que él, ¡él!, la engañara, que procediera lo mismo que el vulgar esposo de la vecina… ¡Él! Cuando no lo quisiera más se lo diría, y ella entonces se alejaría de su lado para no estorbar…

******************
No veía nada, no notaba nada, no sabía nada. Tenía los ojos vendados, los oídos tapados a todo lo que no fueran las palabras de su amado. Eso sí, con el tiempo ya no le preguntó más con aquella dulcísimo ansiedad de las primeras épocas:
-¿Me quieres mucho?
Y no le preguntaba porque él se fastidiaba:
-Es ridículo tu romanticismo…
-A mí me gusta oírtelo decir.
-Te vales de palabras, te gustan las palabras, te compran las frases. ¡Déjate de pavadas! ¿No estoy contigo al volver del estudio? ¿Qué más quieres? Me enojaré si vuelvas a preguntarme.
Y Alcira no preguntó más, pero su ilusión iba marchitándose porque su ilusión necesitaba, como la planta del agua, la ternura de las palabras.
-¿Por qué no me tomas del brazo como esas parejas enamoradas?...- protestaba la mujercita cuando salían de paseo.
-¡OH, pero acaba de una vez! ¿Crees que estamos de novios? ¡Piensa que llevamos cuatro años de casados…
¡Cuatro años de casados!, ¿y qué? ¿Es que había un plazo para la terminación del amor? ¿Es que fatalmente el matrimonio debía ser la tumba del amor? ¿Era posible?
Y su pobre alma ingenua se rebelaba contra lo inevitable, lo único inevitable: la terminación de todo, hasta el dolor, que es la realidad lo más imperecedero.

*****************

Horacio se recibió de abogado después de casarse y en parte gracias al esfuerzo y las facilidades que le dio Alcira.
Como no tenía cariño por la profesión empezó a trabajar con poco entusiasmo.
Al principio fue el pretexto de la inexperiencia, luego mala suerte, más tarde cansancio, lo cierto era que aquella promesa de estudiante y más tarde esa realidad de abogado joven e inteligente no rendía frutos.
Era que él no ponía nada de su parte, y si no se siembra, mal puede esperarse recoger.
En vano Alcira quería alentarlo. Su marido estaba siempre desganado, triste, pesimista.
Un día habló instado por ella:
-Para triunfar necesito un gran estímulo, una fuerza capaz de enardecer mi corazón y mis fibras, algo que aliente mi vida. Una de esas cosas estupendas que hacen un héroe de anónimo. Una cosa extraordinaria…
Cerraba los ojos con fruición, los labios entreabiertos, la cabeza anhelante. No era menester que dijera más, Alcira lo comprendía bien. Una cosa extraordinaria…Preguntó:
-¿Una mujer? ¿El amor?
Lo preguntó serenamente. Él la miro un poco espantado de su mismo cinismo que lo había llevado casi a confesar. Pero Alcira sonreía, sonreía con un rayo de comprensión en sus ojos claros. Él, entonces, no tuvo miedo. Le pareció que ella estaba ahí para escucharle, era su mujer, una mujer sufrida, hecha para soportarlo todo. Empezó a decir:- Si, una mujer, extraordinaria de esas que una ve y se estremece, de esas por la cual se daría la vida entera. Tú me entiendes, yo te quiero a ti, te quiero porque eres buena, porque la ley te hizo mi esposa, te quiero con ternura, con cariño de amigo, de hermano, pero aquello que arrebata, que ajena… ¿me entiendes?
Él decía, él creía, porque lo había leído muchas veces, e el amor-pasión que ha de llegar un día para todo hombre, en la mujer fatal que se cruza en el camino, en el flechazo, en todas esas páginas de literatura que sugestionan los espíritus débiles.
-¡Me entiendes!
Alcira lo entendía y sonreía aún, el corazón acongojado, ahogándose de angustia. Todavía tuvo ánimo para agregar: -Una linda morena…
-Si, querida, tú no eres mi tipo. A mi me gusta… ¿no te enojas si te la describo? Una mujer morocha, de tez mate, con ojos negros…
-¿y la silueta?- gimió ella más que preguntó.
-Así…, como la tuya, pero más gordita, ¿eh?
Se hecho a reír. Cómo estaría de pálida Alcira que él lo notó.
-¿Tienes frío? Estas pálida.
- Sí un poco- y fue a buscar un abrigo.
¿Tienes frío?, había preguntado él. ¿De qué otra cosa podría estar pálida ella? ¿Acaso las palabras hacen mal? Él no sabia de otro mal que el producido por los golpes físicos, el frío, el hambre… ¿Las palabras? ¿Qué son las palabras?
Y cuando Alcira volvió con el abrigo se cambio de tema.


*******

¿Cómo supo la traición de su marido?
Una amiga perspicaz, un nombre, una dirección…, cualquier cosa. Lo cierto es que lo supo.
No podía creerlo. Y por sincera, por noble, creyó encontrar sinceridad y nobleza en el que había tenido siempre por compañero de su vida.
Él no pudo negar la evidencia, pero apeló a la mentira para salvarse:
-Sí- confesó él con pena-. Es verdad. Yo conocí a esta mujer y me gustó.
-¿La quisiste?- preguntó ella con toda ingenuidad.
-No. ¡Qué esperanza! Un entusiasmo, entusiasmo,¿me oyes?, que no es amor…
-¿Y ahora?
-¡Nada, nada! Nunca hubo nada.
-¿No se vieron?
-Si…, no…, una vez, dos veces…, ya ni me acuerdo.
-¿Y después?
- Quedo en nada. Cuando a la segunda cita yo creí que ocurriría algo…,ella no fue.
-¿No fue?
Alcira lo preguntó con pena. No fue y Horacio la esperó sin duda con ansiedad. ¿Por qué no cumplió su promesa? ¿Por qué defraudó la esperanza de su marido?
-¿Y tuviste mucha pena?
-¡Pena… no, vanidad de varón herida, amor propio!...
Claro, claro. Ahora comprendía bien ella por qué su marido había pasado esa época de nerviosidad, de neurastenia casi, de mal humor continuo que ella soportaba pacientemente y que él explicaba como consecuencia de malos asuntos profesionales. Ahora comprendía y sentía lástima por su marido burlado en su amor propio masculino.
Si esa mujer hubiera ido, Horacio habría satisfecho su capricho y todo se habría arreglado.
Lo pensó muchos días y un día se decidió.

*******

Buscó un pretexto, y una mañana de invierno, latiéndole el corazón, llegó a la casa de la mujer que había enamorado a su marido.
Cuando la vio sufrió desilusión. No era nada extraordinario.
Se trataba de una viuda, mujer mucho mayor que ella y que Horacio. Cierto que era morena, tenía ojos oscuros y formas exuberantes. Pero nada más.
“Será muy interesante”, se dijo para sí Alcira.
Y expuso el objeto de su vida diciendo que era una hermana de Horacio y lo quería tanto que se atrevía a dar ese paso. ¡Venía a rogarle que lo atendiera siquiera una vez!
La mujer la miró en un principio extrañada. Luego le inspiró confianza, simpatía, acaso piedad esa mujer angustiada por la suerte de su hermano.
-Pero él es casado…- dijo por fin la morena.
-Sí- respondió Alcira-, pero la mujer no lo quiere, es una mala mujer.
-Cuando él me habló de ella me dijo que en verdad nunca la había querido, que fue uno de esos casamientos de familia, pero que no es una mujer para él… Creo que se trata de una pobre mujer…
-Eso es, una pobre mujer- repitió como un eco Alcira.
-Pero cuando yo quiera se separa de ella…
-¿Sí?
-Vaya tranquila, amiga mía- dijo ahora la morena sonriendo-. Usted está profundamente equivocada; hace un año que nos vemos casi diariamente. ¡Estamos los dos- añadió en tono confidencial- realmente perdidos el uno por el otro!
Cuando Alcira se despidió no se notaba nada en su rostro. ¿Es que el terrible dolor produce la impasibilidad?

********
Hasta aquí es el cuento y ahora falta el final.
Un final podría ser este:
Alcira salió.
¿Por qué caminaba ahora por las calles arboladas de Belgrano sin lágrimas, sin angustia, sin desconsuelo?
No tenía noción de su dolor porque de tan grande ya no lo sentía…
Llegó a las barreras del paso a nivel y esperó el tren.
Al día siguiente los diarios informaron del “fatal accidente” que costó la vida a una mujer.

*********

Ese es un final, pero no me gusta. Es demasiado trágico y, ¿Por qué no decirlo?, ningún hombre cínico como Horacio vale la vida de una mujer.
Hagamos un final más sensato:
Alcira caminó muchas cuadras, casi serenamente. Luego por largo rato estuvo sentada en un banco de la plaza meditando. Por sus ojos de mujer desilusionada iban pasando pasajes de su vida. Horacio siempre la había tratado como a una cosa sin importancia. Por fin, recordó con toda nitidez, incidentes de este último año de su matrimonio: cansancio, mal humor, estrechez económica y mentira, ¡sobre todo mentira!
¿Valía la pena afligirse por ese hombre tan vulgar como todos los otros hombres del montón?
¿Perdonarlo? ¿Y para qué? ¿Para seguir sufriendo a su lado? Alcira sabía bien que cuando una ilusión muere es imposible revivirla.
Con una energía rara en ella, que vivió siempre de la sombra de su amado, se decidió.
Se fue de su casa, se fue lejos y para siempre, y para curarse más pronto se esforzó en rehacer su vida.
Tenía veintiocho años y la enseñanza que le dejo su fracaso.
Vivió de nuevo.
No confió en nadie más que en sí misma. No tuvo fe más que en su esfuerzo. No descansó más en el corazón de otros.
Apretó los labios, aprendió a sonreír y a ponerse rimel para no llorar.
Se hizo linda, se hizo interesante.
Tomó del amor la dulzura del instante, la dicha del presente.
¡No divinizó a los hombres, a ningún hombre!
Y como reía bien, la quisieron bien.
Se dejó querer.


Es claro, no podría decir si con este final Alcira fue feliz. Pero yo espero que sí.

thotea dijo...

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tytoa dijo...

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